En la vasta literatura universal, pocos personajes representan la dureza de la ley como el Inspector Javert en los miserables. En la persecución a Jean Valjean, Víctor Hugo, nos legó el paradigma de la obstinación persecutoria, de una justicia que se niega a ver matices y que considera cualquier vínculo con el delito como una mancha indeleble. Este fantasma literario, el del Estado que persigue sin discernir, parece haber renacido en la moderna estrategia de las famosas «operaciones», donde el Ministerio Público, emulando a Javert, regresa en la cadena de causalidad para encerrar no solo al ladrón, sino también al panadero que le vendió el pan.
En los últimos años, hemos sido testigos de una estrategia del Ministerio Público que, si bien busca responder a un legítimo clamor social contra la corrupción y el crimen organizado de estos tiempos, corre el riesgo de vulnerar principios fundamentales del Derecho Penal. Con esto me refiero en específico a las llamadas «mega-operaciones», casos voluminosos presentados con gran respaldo mediático, donde se imputa a decenas de personas bajo el relato de pertenecer a complejas redes delictivas.