En el vasto repertorio de la canción social, Silvio Rodríguez nos legó en «En harapos» un himno a la dignidad desposeída, un crudo retrato de aquellos que «huelen a callejuela, a palabrota y taller». Sus versos, que denuncian la facilidad con que desde «una mesa repleta cualquiera decide aplaudir la caravana en harapos de todos los pobres», resuenan con una amarga vigencia en los pasillos de nuestro sistema judicial. Para una legión de ciudadanos de escasos recursos en la República Dominicana, la justicia no es más que eso: un aplauso lejano, una promesa incumplida. Son los protagonistas de una caravana silenciosa y perpetua, olvidados en la maraña de un sistema donde la garantía fundamental de un «plazo razonable» se desvanece, convirtiendo la prisión preventiva en una condena anticipada para quienes no tienen quien les escriba ni los recursos para clamar por la celeridad que la ley, en teoría, les asegura.
La sentencia TC/0252/25, emitida por el Tribunal Constitucional el 9 de mayo de 2025, es mucho más que un documento legal; es la crónica de un sistema fallido y, a su vez, un faro de esperanza. Esta relata la odisea de los señores Suárez Díaz y Sánchez, cuyo proceso, iniciado en la emblemática comarca del primer viaducto —con su ferrocarril, Moca—, refleja una dolorosa realidad nacional. Su calvario judicial comenzó con un arresto el 28 de agosto de 2014, y solo para obtener una sentencia de primera instancia el 7 de noviembre de 2017, transcurrieron más de tres años y dos meses. Para ese momento, el proceso ya había sobrepasado de manera ostensible el plazo máximo permitido por la ley vigente en esa fecha —incluso antes de la modificación de la Ley 10-15 que lo ampliaría—. Este mar de dilaciones iniciales, que siembra incertidumbre y lamento, es precisamente el punto de partida de un caso que, tras un largo y tortuoso recorrido, permite albergar la esperanza de que, finalmente, todavía quedan «jueces en Berlín».